El espejo de las mascotas

15.05.2012 20:10

Cuando me regalaron a Koco, un ejemplar de loro originario de Misiones, no imaginé el impacto que tendría en mi vida de soltero. Tuve que aprender a cuidar a un animal cuyas costumbres desconocía por completo, y el trabajo de mantener el orden y la higiene de mi departamento en un séptimo piso, que compartía con una amiga, aumentó al doble: el nuevo integrante alado, al que no quise confinar a una jaula, ensuciaba tanto como yo mismo en mis épocas de mayor descontrol. Aún así, todos logramos adaptarnos; mi compañera se divertía enseñándole canciones y yo solía pasearlo parado en mi hombro. Para las ocasiones en que debía salir y no podía llevarlo, lo dejaba en un amplio jaulón.

Como al año de tenerlo, descubrí de un día para el otro que en una de sus patas faltaban todas las plumas, y pensando en algún problema de la piel lo llevé al veterinario. Para mi desconcierto, el profesional me pintó un panorama oscuro: Koco se estaba automutilando. Según me explicó suele ser un síntoma que aparece producto del estrés, y no siempre tiene cura. El animal comienza sacándose las plumas del cuerpo, y puede llegar incluso a provocarse serias heridas con su potente pico. El veterinario atribuyó el problema a un cambio en mi estado emocional.

De regreso a mi casa, recordé que hacía un mes mi vida se había conmocionado por la noticia de la enfermedad de mi padre, y Koco se había convertido en una obligación que trataba de cumplir con el mínimo esfuerzo, asegurándome sólo de que tenga comida y agua en la jaula. Esa misma noche, mientras dormía, mi mascota se lastimó severamente su patita derecha, y arrancó todas las plumas de la otra. A las preocupaciones de aquel momento de mi vida se sumó esta circunstancia por demás incómoda, ya que no podía dormir pensando en despertar y encontrar a Koco mutilado por él mismo. Manejaba como podía la situación, administrándole calmantes homeopáticos, y poniéndole en el cuello un cono fabricado con una lámina de acetato, que le impedía llegar con su pico a las zonas lastimadas. Consulté a una persona, que me recomendaron por su conocimiento intuitivo de la especie, quien me dio consejos que evalué como muy profundos y filosóficos, pero nada prácticos: ¿de qué me serviría jugar más con el loro, dedicarle más tiempo y dejar que coma de mi boca, si esa misma noche tampoco podría dormir pensando en que se lastimaría? Yo quería una solución práctica y efectiva, que me permitiera dormir en paz. Mi desesperación provenía de mirar al futuro y no encontrar salidas. No podía regalar, ni llevar a un zoológico a un loro con trastornos “psicológicos”, tampoco dejarlo libre, ya que moriría por no haber aprendido las reglas de la libertad en su momento. A veces necesitamos llegar al punto en que no vemos alternativas, para probar teorías que no aceptaríamos en ninguna otra circunstancia.

De manera que, aún contra mi voluntad, tuve que prestarle más atención al loro… y a mí mismo. Volví a la costumbre de llevarlo conmigo cuando salía, pero ahora bien provisto de vendas y calmantes. La mayor parte del tiempo estaba tranquilo, pero de pronto comenzaba a actuar como si algo le causara una gran comezón, y se picaba la pata con tanta determinación que parecía decidido a destrozarla.

Uno de esos días, inmediatamente después de una pequeña discusión con un conocido, de la que salí afectado y rumiando pensamientos agresivos, a Koco le dio uno de sus ataques. Mientras intentaba evitar que se lastime, se me ocurrió probar conceptos que había estado escuchando, y  relacionar ese brote con mi momentáneo desequilibrio. Sólo por experimentar, me concentré en llenar mi mente con pensamientos conciliatorios y comprensivos hacia esa persona con la que había discutido. Logré cambiar mi estado de ánimo hasta tal punto que fui gustoso a pedirle disculpas, sintiendo un gran alivio. Con profunda sorpresa vi a Koco recuperar la serenidad, y decidí que esa era una prueba contundente, y que la solución por fin aparecía. Decidí ver a mi loro como un espejo, dispuesto a mostrarme mis propios deseos de mutilar mi integridad emocional con sentimientos destructivos, y por momentos logré sentir profunda gratitud por aquel animal que intentaba enseñarme algo desde su simple expresión de vida. Llegué a pensar que tenía un tesoro muy valioso en ese pequeño compañero, que me permitiría ver los errores, y corregirlos antes de que mi propio cuerpo sufra las consecuencias, con alguna enfermedad. Adquirí un nuevo modelo de pensamiento que me llevó de la posición de víctima a la de privilegiado, y esto me ayudó a dejar de estar tan pendiente e impaciente por modificar las circunstancias.

Hoy disfruto de un loro cariñoso, compañero, y con una simpatiquísima habilidad para cantar y responder a los saludos. Sus heridas están sanando favorablemente, ya no le pongo vendas ni  cepos, y en cambio estoy empeñado en vigilar mis ideas y emociones. Cuando lo veo nervioso, intento reaccionar con gratitud y serenidad, y buscar en mi mente el pensamiento que lo alteró. Esto no ha fallado nunca desde que lo intenté por primera vez. No puedo decir que el problema se haya solucionado definitivamente, pero en cambio puedo asegurar que he encontrado el camino para la cura, y que, como toda sanación real, será beneficioso para todos los involucrados.