Lo profundo del día

24.08.2014 12:54

En el medio de la nada. O en el medio de un todo que no tiene ningún significado, que es lo mismo. Sintiendo ese silencio absoluto que se alza por encima del bullicio caótico del centro de esta pequeña ciudad. Es el silencio de la soledad, indescriptible, sólido, poderoso. Resulta fácil vaciar la mente ¿quién dijo que no se puede? Sólo tengo que pensar en mi futuro, proyectar apenas las siguientes horas, y mi mente se queda muda de pensamientos. El presente es un salvavidas-refugio. Con mi pasado no es lo mismo. Está lleno de ideas y sentimientos, pero es fácil alejarlos, o mejor dicho, se alejan solos, quizá demasiado rápido para mi gusto. ¿Cuánto tiempo tiene que transcurrir para que esté permitido sentir nostalgia por algo? Lo de hace una hora ya está casi a la misma distancia que los recuerdos de mi niñez. Gustoso sentiría melancolía, pero me aburro enseguida. Me gana el olor de esas plantas de la plaza, el color de las flores, aspirar este aire de preotoño que me resulta tan embriagador. Ni siquiera llega a preocuparme la idea de que se viene el frío, y estar sin techo no es lo mismo que en el verano. Hoy es un día hermoso ¡si señor! Se puede estar a pleno sol sin sofocarse, caminar sin sentir que los pies arden, y refrescarse dejando que esas tímidas ráfagas de aire otoñal se cuelen por entre los huecos de la ropa.

Allí van mis últimos billetes, se los doy al bicicletero a cambio de que deje a mi fiel amiga en condiciones. “Condiciones” es una forma de decir, porque hace tiempo que dejó de ser la maravilla que me llevó a tantas aventuras. La falta de mantenimiento, alguno que otro golpe o caída, el andar por caminos tan desparejos e inadecuados, la ha desvencijado un poco. Ya no impresiona con su equipo de 21 cambios o su horquilla neumática regulable. Pero es una gloria andante, al menos para mí. Gustoso resigno el almuerzo a cambio de volver a pedalearla.

Los márgenes de la ciudad suelen ser sitios donde se asientan barrios elegantes, con gente que tal vez necesite mantener su jardín. Cada vez me cuesta más hacerlo con mi tijera de podar, por lo desafilada, pero será un recurso. Parto de la plaza del centro por la calle principal, sin rumbo determinado, sólo con la intención de alejarme, y al pasar por una gran vidriera observo mi aspecto. Hace ya tiempo que no tengo oportunidad de ocuparme de él, y viéndome, no estaría seguro de querer contratarme para trabajar en ninguna casa, pero tal vez alguien me permita acomodar algún frente, sin necesidad de traspasar la puerta. Allí voy, sin dudar. Con descubrir un solo sí, por tímido que sea entre tantos “no”, me alcanza.

Mi amiga hace ruidos, acusando falta de lubricación y desvíos en la alineación, pero sigue siendo un enorme placer andarla. Siento una profunda gratitud por sus servicios. El paisaje va cambiando pero no como esperaba. Estoy entrando a un barrio donde sospecho que a nadie se le ocurriría cortar el pasto, y mucho menos contratar a alguien para hacerlo. No importa, comenzaré a rodear la ciudad hasta encontrar lo que busco. Al llegar al río, tomo una calle que deja a mi izquierda el campo abierto, y a mi derecha un caserío humilde y desprolijo. Pedaleo entre miradas curiosas, pero no desconfiadas. Podré ser una cara nueva, pero por mi actitud, y a pesar de mi aspecto, no represento ninguna amenaza. Tampoco alguien a quien valga la pena sacarle algo. La ecuación es simple y sé que ellos hacen el mismo razonamiento que yo, así que saludo amablemente a cualquiera que me sostiene la mirada. Todos responden. Es tremendamente simple sentirse acompañado, cuando uno sabe que es capaz de dar su compañía a quien lo necesite.

Al fondo de la calle hay gente reunida, autos, y la silueta de cosas que de lejos no alcanzo a interpretar. Al acercarme empiezo a distinguir varillas largas que sostienen micrófonos y luces, cámaras y varios accesorios. Mucha gente dando vueltas de aquí para allá y un ambiente febril. Tal como me imaginaba que sería un set de filmación, sin haber presenciado nunca uno.

Me sitúo a una distancia prudencial, para evitar cualquier incomodidad, imaginando un clima humano que, sin embargo, me sorprende. Mucho mate, distensión, cordialidad, bromas y risas. Cada tanto se hace un profundo silencio y a una orden seca, se rueda la escena. No sé cuánto tiempo me quedo entusiasmado, observando admirado la dinámica del trabajo. Inevitablemente, siento surgir una corriente de sincera simpatía por el grupo humano que logra trabajar de esa manera. Presto atención para ubicar al director, perdido en el grupo y casi indistinguible, como todo buen líder.

¡Hola! ¿qué hacés por aquí? – Un saludo cordial y firme, de alguien amable que se siente completamente dueño de la situación. Me parece que se me adelantaron. El hombre que saludó se está acercando con gesto decidido y amigable, escoltado por miradas desconfiadas de algunos del grupo, a la distancia.

¡Hola!, respondo, nada, sólo mirando… Lindo equipo de trabajo eh?

¡Gracias! Acercate más si querés. – Sospecho que la invitación apunta a eliminar el resquemor de parte del grupo, una maniobra quizá audaz, pero eficiente para sostener el clima. Él me mira con el respeto de quien sabe que mi situación es una elección libre, tomada entre muchas. Y ese respeto tiene un gusto dulzón que me empalaga enseguida, pero no es eso lo que más me agrada de esa persona. Lo que disfruto es algo que me sabe familiar, algo que remotamente podría definirse como una amistad vieja que surge en los primeros segundos de conocerse. Tal vez la afinidad de reconocerse en la experiencia del otro, porque alguna vez fue la propia.

Me pongo a una suficiente distancia para que no me incomode ante nadie el hecho de no estar limpio, respondo algunos saludos cordiales y otros fingidos, y me entrego nuevamente a disfrutar de la magia del trabajo del equipo, al punto incluso de olvidar que aún no tengo perspectivas de interrumpir mi ayuno.

Alguien me pasa un mate. O es muy audaz, o estoy exagerando al evaluar la imagen que doy. Sin querer, me encuentro cambiando frases triviales acerca del clima con un par de cordiales colaboradores. La tarde avanza y en poco tiempo más estaré en ese punto en que los dueños de casa te dicen que vengas mañana a arreglarles el césped, pero me gusta lo que veo, y me cuesta irme.

De pronto escucho “¡Hey! … si… vos… ¿te va hacer de extra?” César, el reciente viejo amigo que está al frente del grupo, se acerca de nuevo exaltando el tono de su pregunta espontánea. Ya frente a frente, y hablando más bajo, me explica: “hay que aparecer en segundo plano y caer por un disparo. Te podés poner un sombrero y con algún agregado a esa misma ropa podríamos zafar”. Y luego de unos segundos, cuando mi expresión le confirma que me encantaría, se apresura a aclararme: “no hay paga, pero puedo hablar en casa para conseguirte una cena, una ducha y un colchón en el suelo”, expresando muy certeramente las cosas que más significado están tomando ese día para mí.

Durante la hora siguiente tengo la oportunidad de confirmar, aún en la diminuta escala a la que está reducida mi vida, que aportar algo a los otros haciendo lo que te gusta y divierte, puede proporcionarte el sustento con mucho menos esfuerzo que cuando lo ves como una lucha, desde un sentimiento de carencia.

Después viene una charla con César donde confirmo las afinidades intuidas el primer minuto, y el pedalear siguiendo el auto hasta su casa. Al llegar, dejo pasar mientras cruzo la calle a un imponente último modelo que despierta mis recuerdos. Tengo la memoria del olor en el interior de un auto nuevo, el del gas de aire acondicionado, y una gran cantidad de detalles de confort asociados a una vida distinta. Y juro que gustoso me dedicaría a la melancolía, pero me gana el olor de la milanesa, y la mirada de este viejo amigo que conocí la tarde de hoy.