Parte de la ola

24.08.2014 13:07

Se despertó con un gusto amargo en la boca. Era temprano para domingo, teniendo en cuenta que se había acostado a las cuatro. El sol de media mañana entraba por la ventana semiabierta y le provocaba un ligero ardor en los ojos. Resaca, si, la normal; aunque no tomaba mucho, y tampoco le interesaban las drogas, siempre había algo de cerveza, más las pizzas que no siempre son del día en aquel bar... igual ese gusto amargo era por algo más, y lo sabía.  Ya le había pasado otras veces, y aunque el desarreglo alcanzaba plenamente para justificar ese malestar, ese gusto era característico. Lo había descubierto durante la época que siguió a la ruptura con Valeria. Al cabo de varios días, había comprobado que cada vez que se acostaba con ese ligero sentimiento en la boca de su estómago, como una casi imperceptible dureza, al amanecer aparecía el gusto amargo. Y la época de soledad después de Valeria estuvo plagada de noches en las que se dormía con esa sensación. A veces lograba un día de actividades que lo gratificaban, e incluso a la noche salía, lograba evadirse y sentir paz. Entonces, aunque había trasnochada e incluso resaca, el gusto no aparecía.

No, sabía que no eran las pizzas ni la cerveza ni el humo de cigarrillo que tragaba como fumador pasivo durante los recitales. Esta vez, como en aquella época “post Valeria”, había una razón: Romina. Claro que la situación era diferente, pero el estado no.

Recordó, como en una postal, los últimos tres años. No era un recuerdo secuencial, todos los hechos estaban ahí, amalgamados dentro de su mente, y le sorprendió comprobar que la cronología perdía importancia frente a ese mosaico. Un poco la izquierda estaban Valeria y la desilusión, el despecho de sentirse rechazado, ignorado después de varios años de una relación que no había sido excelente, pero tampoco horrible. Allí estaba el dolor de descubrir cuánto la amaba justo en el momento de perderla, el comprobar cómo, al dejarse llevar por actitudes impostadas e inmaduras, propias del adolescente de 19 años que era, había ido afectando una relación, desgastando un sentimiento. La ruptura inesperada le había dejado una herida y una sensación de inseguridad y temor. Se refugió en su batería, en su banda de rock metálico, en los recitales del circuito “sub-under” en bares de corta vida y ambiente turbulento. No era lindo para él respirar humo de cigarrillo, y hasta llevaba a los recitales algodones para los oídos porque sabía que el ruido excesivo daña los tímpanos. Pero le gustaba tocar su “bata”, la magia de los ritmos complejos y hasta histéricos de ese tipo de música. Era un gran desafío técnico y de habilidad manual.

Dos años de evasión, que parecieron siglos. La banda cambió y se formó otra en la que, con sus 21 años, parecía un poco el padre de sus compañeros. El bajista tenía apenas 16, y los otros un par más. Él era el maduro, el centrado del grupo, y eso lo reconfortaba. Podía darse el lujo de sugerir disciplina en los ensayos, una vida más sana en las vísperas de una presentación y, sobre todo, no estaba obligado a aceptar las invitaciones a salir de noche. Su aspecto, que aparentaba más edad, y la expresión de su rostro casi siempre adusto, reforzaban esta imagen. Estuvo cómodo en ese rol, aunque la soledad le dejó su marca.

Un poco más a la derecha del mosaico, aparecía Romina. Romina y su admiración incondicional por ese “batero” en camiseta musculosa cuya cámara se cansó de retratar en aquel recital en que se conocieron. Romina y su mirada de casi-niña embobada frente a un ídolo con el que empapelar el ropero. Romina y su oportuno, providencial salvavidas para aquella maltratada autoestima. No le había parecido linda, con su estilo “darkie”, el arito en la lengua, la mezcla entre azabache y tornasol de su pelo, y el riguroso negro de toda su indumentaria. ¡Tan diferente a Valeria, que parecía escapada de una propaganda de muñecas! Pero se había dejado llevar por ese juego en el que su ego se veía tan reconfortado. Sin querer, los meses pasaron y un día descubrió que tenía una relación de pareja, que hacía tiempo ya que no acudía a la casa de aquella mujer madura de cuerpo aceptable y precio razonable. La vida había cambiado, la soledad había desaparecido mientras él estaba ocupado en evadirse.

También, por la mitad del mosaico, estaba Gabriel y esa cosa difícil de explicar: había recogido de la calle un papel que anunciaba una charla de “programación neurolingüística”, y como le sonaba a control mental, que alguna vez le había interesado, decidió ir. Se encontró con un “chabón” que de entrada le costó definir. Se mostraba seguro, tranquilo, alegre. Parecía de vuelta de todo, pero no tendría más de 30. Se llevó el teléfono y un tiempo después, en medio de un bajón lo llamó sin saber muy bien para qué. Así se encontraron, charlaron un poco, y, sorprendido ante su propia actitud, acordó una consulta semanal. No estaba ganando mal en su trabajo y le pareció razonable el precio. Se reía al pensar que sacó del presupuesto a la prostituta para poner al psicólogo.

Así se enteró un poco más de Gabriel, pero no mucho. Tenía en realidad 40, aunque aparentaba mucho menos. No le quedó muy en claro qué era, y le costaba definirlo con sus amigos. Al tratar de explicarles, siempre terminaba hablando en el tono de “el chabón la tiene clara en algunas cosas y a mí me sirve”.

Gabriel le había contado algo muy interesante acerca de lo que él llamaba condicionamientos. Le había dicho que la relación con los padres, o las figuras referentes de la niñez, marca las pautas para las relaciones que se establecen de grandes. Algo así como que se va aprendiendo a obtener afecto según el estilo en que los padres lo van mostrando. Le había contado que él, por ser el hermano mayor de una matrimonio separado, había ocupado el lugar de su padre, y así se habían estimulado los roles de guía y referente. No era casualidad que fuera el “padre” de los integrantes de su banda de rock.

Ya era casi mediodía, y no tenía sentido seguir durmiendo. Se sentía mal, desanimado. La relación con Romina lo estaba ahogando, y no porque ella fuera absorbente. Lo que le molestaba en realidad es que fuera tan dependiente de él, que estuviera tan supeditada a lo que él hacía o dejaba de hacer. No se veían mucho, pero ella parecía no tener otra vida más que la que compartían. En varias ocasiones, él se había despedido y al volver a verla, un par de días después, le daba la impresión de que ella se había quedado en el mismo lugar en que la había dejado, sin moverse, sin vivir, esperando su regreso. Era una sensación, nada más, en realidad Romina estudiaba y tenía una vida normal para sus 17 años. Pero en ella no parecía haber nada aparte de su nuevo amor. Él la había estimulado a salir con sus amigas, y le había dejado en claro que él tendría su espacio personal, pero Romina estaba totalmente “ocupada” con lo que ella llamaba “el sueño de estar con vos”.

¡Cómo le pesaba no corresponder! Romina no lo atraía más que otras cien o doscientas mujeres, con las que hubiera comenzado la misma relación si se hubieran dado las circunstancias. No quería lastimarla, pero no quería seguir con algo que podría hacerse más serio.

Evaluó su situación, y la mezcla de sentimientos que lo embargaban: lo agradable de la imagen que reflejaban los ojos de Romina, lo incómodo de no sentir lo mismo que ella, y recordó a Valeria, ¿se habría sentido igual cuando lo dejó?

Preparó mate y una canción en la radio le llamó la atención. Hablaba de un amor no correspondido. Se sintió un poco hipócrita, sosteniendo una mentira, y decidió enfrentar la situación. “todo muy lindo”, se dijo “está bárbaro sentirme un ‘langa’, pero no la quiero. Se acabó el juego”.

Decidió caminar para tener el tiempo de pensar bien cómo decirlo. Sería doloroso, pero evitaría un dolor mayor. Romina era casi una nena, se recuperaría. De hecho, ya había tenido dos parejas antes que la habían abandonado. Ella decía con una ironía bien “darkie” que había nacido para que los hombres la dejaran. La madre también se lo había dicho, y la segunda vez que visitó la casa, antes de que Romina regresara de la escuela, le contó las historias de sus fracasos y le expuso sinceramente su temor de que él sea “uno más” que termine huyendo.

Ahora parecía cumplirse el temor de ambas, pero él sabía cómo había sido la cosa. En realidad, Romina nunca le había gustado mucho, y sólo había dejado que las cosas pasaran, sin resistirse. Gabriel le había comentado que, cuando uno no se esfuerza en ser conciente de sus actos, se comporta como una hoja al viento, reaccionando ante las energías del entorno, a merced de lo que se conoce como “azar”. Y también le había aclarado que ese azar es sólo una elección más, no algo ineludible como se cree. Era posible ser conciente, desarrollar una voluntad que reconozca las influencias externas y también las internas (los famosos “condicionamientos”), y utilizarlos todos como herramientas para ir a donde uno quiere. En una charla le había comentado con mucho entusiasmo que la vida es como hacer surf: “si lográs ubicar la tabla en la parte de la ola que es un plano inclinado y parejo, podés ir por la vida fluyendo como si fueras en bajada. La metáfora es muy representativa porque, si bien se aprovecha la energía de la ola, eso no quiere decir que vayas en el sentido en que ella va. De hecho, te movés en dirección casi perpendicular. Y también, en el otro extremo, la ola puede tumbarte y revolcarte”.

No. No y no. Romina no lo atraía ni siquiera después de haber cambiado, a instancia suya, el estilo oscuro y monótono de su ropa y peinado. Ahora lucía su color natural castaño rojizo y vestía la ropa de tonos pastel que a él tanto le gustaba. Pero ni siquiera así logró nunca acercarse a despertar el fuego que, él lo recordaba muy bien, había sentido con Valeria.

Lo mejor seria terminar, y no dejar rastro de esperanza. Así sería más fácil para ella recuperarse. Volvería a refugiarse en su batería, y en practicar ese ritmo doble con el pie que nunca le había salido del todo bien, al punto que nunca quiso arriesgarse a hacerlo en vivo.

Mientras caminaba, se fue imaginando el momento. Ella estaría acostada todavía, se sentaría en su cama, y mirándola a los ojos le diría todo pausada y serenamente, después se iría. La escena fue apareciendo en su cabeza, y se fue desarrollando lentamente. Cruzaba por una plaza y la visión de los canteros primorosamente arreglados le causó una impresión agradable. Se entretuvo mirando un bonito perro mientras su cabeza continuaba con la escena. Cuando la retomó, vio a Romina y a su madre mirándose, una vez que él se había ido, y reconoció en sus expresiones algo así como un “ya sabíamos que esto iba a pasar”.

“Ya sabíamos que esto iba a pasar”... La frase le retumbó en la cabeza, y algo lo perturbó. Ellas “sabían” lo que él iba a hacer.

De pronto vio a la madre de Romina, una mujer separada y resentida con los hombres, que nunca había vuelto a rehacer su vida. Si era cierto, como decía Gabriel, que uno aprende a relacionarse tal como lo hacen sus padres, ¿no habría aprendido Romina que la evolución “normal” de una relación es que el hombre se vaya? Y por otro lado. ¿Querría realmente la madre de Romina que su hija tenga una pareja feliz, demostrándole que ella se había equivocado al pensar que los hombres no son de fiar?

La cabeza le daba vueltas con un montón de ideas que no alcanzaba a redondear. Conceptos que había escuchado de boca de Gabriel se mezclaban con la situación y le disparaban más preguntas de las que era capaz siquiera de enunciar. ¿Podría ser que el temor de Romina y su madre estaba atrayendo precisamente lo que ellas temían? Si el no la dejaba a Romina ¿no estaría desafiando un condicionamiento en ambas?

De pronto, apareció una imagen clara, que no necesitaba palabras ni conceptos. Allí estaba él, frente a una ola que lo empujaba a abandonar a Romina, dispuesto a dejarse revolcar por esa energía, por no ser conciente de su presencia, y confundirla con un gusto propio.

Después de todo. ¿En qué se basaba para decir que no la quería? ¿En comparar lo que sentía con otra historia que había terminado mal? ¿Dónde se había originado en él aquel concepto de lo que es amar, y de lo que no es amor? ¿Era realmente confiable ese origen?

Recordó la cara dulce de Romina, y su esmero en cambiar para acercarse a ser la mujer que él deseaba. ¿No sería una excelente compañera de vida? ¿Qué estaba buscando él en realidad?

Como un cielo nublado que de pronto se despeja y deja un brillante sol, algo en su mente se aclaró. No sabía lo que era el amor, y sí, en cambio, estaba seguro de que lo que él inspiraba en Romina la había vuelto más madura, serena y a la vez alegre. Podía no ser amor, pero bien valía apostar una ficha. Por otra parte, la sensación de estar cumpliendo designios ajenos al abandonarla no lo convencía en absoluto.

Decidió, en un cambio rotundo, explicarle a Romina que ella y su madre tenían un “plan”, inconciente, de arruinarse la vida y quedarse solas consolándose una a la otra. Le explicaría que él no se sentía enamorado, pero que, por otro lado, no sabía lo que era el amor, y estaba dispuesto a continuar una relación que veía gratificante y estimulante en ambos, por no descartar la posibilidad de que el amor se le revele como algo distinto a lo que se imagina.

Allí estaba la ola, y el intentaría “surfearla”. No sabía si este cambio de actitud lo acercaba a la verdad, pero por lo pronto, su estado de ánimo había cambiado completamente. Gabriel decía que ser más conciente de las cosas que pasan tiene un fuerte efecto estimulante en el ánimo.

Llegó a la casa y saludó a la madre con buen ánimo. Tal como se había imaginado, Romina dormía, y la madre aprovechó para buscar un tema de conversación y demorar su entrada a la habitación. La mujer mostraba una gran necesidad de ser escuchada. Se sintió un poco molesto al principio, hablando de trivialidades, pero cuando la madre le preguntó cómo había estado el recital, se entusiasmó con el relato de algo que le gustaba mucho, y se explayó recordando su actuación.

Cuando terminó de contar descubrió que se sentía deprimido de nuevo, y eso lo confundió ¿cuándo había desaparecido el buen ánimo y cuando había aparecido esta depresión? Trató de observarse. Gabriel decía que observarse es clave, que el cuerpo y las emociones están siempre dándonos señales de “lo que pasa allí dentro”. Cuando pudo identificar las ganas de terminar la relación, un deseo creciente de escapar, sonrió. Se dijo: “Esto no es mío. Pertenece a esta mujer. No lo estoy sintiendo yo. Es la ola”. ¡Qué fantásticamente bien se sentía estar conciente!

Entró a la habitación no ya animado, sino casi eufórico. ¡Tenía tanto para compartir! Quería despertar a Romina y contarle todo inmediatamente.

Se sentó en la cama, tocó su hombro y ella se dio vuelta, desperezándose. Cuando se encontró con sus ojos, una emoción intensa lo recorrió. Allí estaba la parte más fuerte de la ola. Esa niña inocente, sin saberlo, pedía a gritos con cada pequeña actitud, cada mirada, cada movimiento de su cuerpo, que la abandonaran. Pero ahora él lo podía ver. Estaba conciente.

Después de esa mirada, la euforia había desaparecido. La besó tiernamente y comprendió que no podría decirle nada. Tal vez con el tiempo, pero ahora no. Pensó en contárselo a Gabriel y sonrió. Ella lo miró y dijo:

-         ¿Qué hacés a esta hora? ¿no tenés sueño?

Y luego su rostro se ensombreció ligeramente.

-         ¿Viniste pare decirme algo?

La miró con infinita comprensión. Trató de transmitirle la paz que estaba sintiendo. Por fin dijo.

Tenia ganas de ir a comer hamburguesas y después al cine ¿Querés?